jueves, septiembre 22, 2005

catarsis para la cuarta semana de septiembre: 3

veintidós



Veintidós. Felix Veintidós. Así se llama. El tipo es más personaje que su propio nombre. Nació en Puerto Rico, siendo su familia propietaria de las colindancias de las tetas que ahora parecen ser de Salinas. Pero él niega rotundamente sus raíces aunque a fin de cuentas, la mancha de plátano se le ve cuando habla de su niñez. Vivió 26 años en Argentina trabajando con la CIA. Mi papá aún se cuestiona cómo alguien como el viejo -así le llama de cariño- había conseguido trabajar para tan prestigiosa agencia.

Con un acento de "s" lavá', medio aspirada, pillada aun en la garganta y con sabor a jota, se las guilla de argentino. Si tan sólo su acta de nacimiento aún existiera, se le podría creer tal cosa. Setentoso en edad y espíritu, viste pantalones poliéster pues es tacaño como él sólo y dice que esa ropa (remendada una y otra vez) aún sirve. Alardea de los tangos de Gardel y siempre habla de Argentina con cierta nostalgia, relamiéndose por otros tiempos.

Hace poco, salió temprano de su casa. Iba a hacer los mandados de la doñita a la Plaza del Mercado. La plaza le gusta más que el apartamento tipo caja de zapatos en el que vive -bendita solución la de Corbusier. Se comió una alcapurria del puesto de la esquina, de esas que le había prohibido el colesterol, porque a caballo regalao' no se le mira el colmillo. Se sentó en El Platanal y habló con los otros tantos ventidós que se pasan en la plaza matando el tiempo -como si ya hubiesen expirado sus días de productividad y estuvieran destinados a jugar dominó, caballos, lotería y quedarse en la casa excomulgados del mundo. Claro, exceptuando los días de cobro de cheque, cuando Río Piedras hace su agosto.

Estaban allí reunidos Ramoncito y El Indio, sus amigos. Tocaron guitarra, cantaron un rato y él declamó una poesía, removiéndose su boinita de cuadritos en acto solemne. Aplaudieron. Miró el reloj y probó prisa. Ya era mediodía. Tenía que hacer sus compritas y dirigirse, cumpliendo el estricto horario autoimpuesto y como si fuera peregrinación diaria, al taller de un amigo suyo en la Arzuaga, a quien le hacía mandados.

Como el depósito del seguro social iba directo al banco y ya estaba entrenado en la ciencia de las ath, prefiería el plástico que un robo de efectivo a mano armada. Haciendo la fila para pagar, se dió cuenta de que no tenía la tarjeta. Metió la mano en el bolsillo a la par que hizo memoria: estaba seguro de haberla puesto allí. Triste es el caso, pero lo único que encontró en el bolsillo fue un roto. La doña no había remendado el pantalón. Desesperó. Como si no supiera a dónde más dirigirse, llegó al taller del técnico y contó su dilema.

-"Viejo, pero no te preocupes. Ve al banco y repórtalo. Con tal de que no hayas puesto tu apellido como número secreto..."

Veintidós, hizo inventario de mea culpa en sus ojos.
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